Esta vez llegué de noche y tuve que esperar hasta la mañana siguiente para hacer mi habitual “inspección”. Cabe señalar que no iba a Riotorto desde el mes de Agosto, tenía ganas de comer higos y había que verificar el estado de madurez de los kiwis.
En todo había pensado, excepto en las bayas. Porque el otoño es sinónimo de extraordinarios follajes. ¿Quién no goza, por poco sensible que sea, ante los vivos tonos escarlatas, rojos, dorados, amarillos, anaranjados, ocres, carmesíes, púrpuras y múltiples matices del otoño? Es la fiesta de las hojas, el triunfo del color. Una misteriosa sensación de regodeo nos invade al contemplar la calidez del paisaje otoñal. En la amplia (pero no tanto) finca de Rio he cuidado escrupulosamente este aspecto con la intención de compensar el tono apagado que muestran la mayoría de los frutales en esta época del año. Si ya no lo he dicho, en Rio los frutales son, si no los protagonistas absolutos, la columna vertebral del conjunto. Si en primavera nos alegran la vista y en verano el paladar, en otoño por el contrario nos trasmiten cierto sentimiento de melancolía. No se le puede pedir todo.
Pero volviendo a lo que quería contar. En todo había pensado, excepto en las bayas.
La profusión de bayas no es una cualidad a la cual había dado nunca demasiada relevancia, por lo menos desde el punto de vista meramente estético. En el jardín de Rio hay plantadas unas cuantas especies que producen bayas, pero mas por una cuestión relacionada con el sustento de la fauna, es decir como alimento para los pájaros, que para disfrutar verdaderamente de su belleza.
En fin, hace unos días al recorrer el jardín de Rio, no estaba pensando precisamente en las bayas hasta que nada más dar la vuelta a la esquina se mostró esta escena que me dejó totalmente estupefacto en el instante del descubrimiento y que me complace aun ahora en el momento en que escribo.
Puede que suene a exageración, pero algunos jardineros somos capaces de acordarnos de cada una de las plantas a la cual hemos reservado un lugar en el jardín. Para mi el acto de soltar una planta de su maceta equivale a una acción liberadora, igual que devolver a la libertad un animal en cautiverio. Me acuerdo perfectamente de cuando hace cuatro-cinco años “liberé” el arbusto protagonista de estas lineas, un Cotoneaster (lacteus presumiblemente) mas muerto que vivo rescatado por dos o tres euros del trastero de un vivero (¡cuantas plantas he rescatado!). Nadie en años se había decidido a comprarlo y el pobre había resistido estoicamente en maceta a unos cuantos tórridos veranos y rígidos inviernos. Unas pocas hojas sobrevivían aun sobre ramas enjutas. Lo planté en el sitio que me pareció más adecuado, en la parte superior de un viejo muro de piedra que flanquea uno de los caminos de acceso a la finca. Pensé que el desnivel del muro podía realzar el porte típicamente arqueado de este arbusto. En cambio, no había imaginado los densos y abundantes racimos de bayas rojas centelleando en la luz tamizada del otoño.