Además de la majestuosidad de cada espécimen, un paseo por una Alameda (la foto de arriba retrata un precioso rincón de la de Santiago) nos revela todo un estilo y nos trasporta a la magnificencia de otra época, ofreciéndonos algo más que una simple experiencia botánico-paisajistica. Las amplias avenidas flanqueadas por arboles, las elegantes escalinatas, los relajantes espejos de agua, confieren al paseo un sabor especial que es el sabor indefinible, aunque reconocible y único, de estos lugares. La claridad de las lineas, la sobriedad, la exquisita simplicidad, además claro está, del valor que solo el tiempo puede otorgar, son los ingredientes principales que subyacen la delicada armonía de estos jardines, planificados y realizados, no se olvide, por artistas jardineros dotados de un sublime sentido de la escala y de las proporciones.
Pero ocurre que el gozo de tal exquisito equilibrio se ve turbado por unos “arreglos” de jardinería publica contemporánea cuyo exceso de elementos superfluos, colores, formas y texturas me resulta indigesto. Me inquietan las decenas de especies que han sido entremezcladas debajo de los carballos y que fatalmente rompen la unidad de la avenida (¿no habría sido más acertado, por poner un ejemplo, plantar camelias todo a lo largo?). Me parecen un evidente desacierto los Loropetalum rojos debajo de un pintoresco Euonymus alatus ¿para qué quitar protagonismo a tan esplendido arbolito? Y el gris plateado de las hojas de Senecio cineraria y Stachys byzantina al lado de un estanque, el mas ingenuo acto de torpeza e insensibilidad jardinera (¿qué tiene que ver ese tipo de planta con el agua, los patitos y los cisnes?).
Intervenciones desafortunadas, por usar un eufemismo recurrente, que restan en vez que sumar, que disminuyen en vez que realzar. Y aunque lamentablemente, esas carencias paisajísticas son visibles en todo el entorno urbano, en una Alameda, el coexistir en el mismo lugar de la magnifica obra de arquitectos y jardineros de otros tiempos, y los cutres remiendos actuales, hace que la pregunta sea obvia: ¿a qué se debe esa jardinería improvisada de tercera clase? Si es cierto que los avances de la humanidad en el campo de la ciencia, de la ingeniería y de la tecnología son imparables, por qué, en cuanto a sentido del equilibrio y del armonía, hemos retrocedido tan visiblemente con respecto a nuestros antepasados? Dicho en otras palabras: ¿por qué, a pesar de todos los avances, de la formación hiperespecializada, de la rigurosa exigencia de profesionalidad, las ciudades han perdido y pierden calidad paisajística?
Es indudable que la calidad paisajística de nuestras ciudades no está entre las prioridades de la agenda de los alcaldes, ni tampoco entre las principales preocupaciones de la sociedad. Es que si me pongo a pensar en la crisis, en los desahucios y en la tasa de paro, todo lo anteriormente dicho me suena banalmente fútil. Hasta se me insinúa la idea que la economía, la finanza, el plan pive, la abertura de un nuevo centro comercial son asuntos más relevantes que el arte, la poesía y la filosofía, disciplinas del intelecto relegadas cada vez más al rango de meras frivolidades.
Pero recapacito. Pienso, primero, que la escasez de dinero no justifica en absoluto la mala jardinería. Cuesta lo mismo hacer las cosas bien que hacerlas mal y hasta diría, que la buena jardinería cuesta menos que la mala. Y sobre todo me convenzo que, aun más en época de crisis, sería de mayor consuelo para todos poder disfrutar de parques, calles y plazas bien ajardinadas, de lugares que inciten al sosiego, a la contemplación, a la reflexión y al optimismo, que estimulen la creatividad y eleven el espíritu. Tal vez un mayor cuidado del paisaje en el que vivimos constituiría el primer paso hacía una sociedad más prospera y despreocupada.